Los autores del texto señalan que la transición transición verde y digital que promete salvarnos está basada en premisas falsas y alimenta ‘ilusiones renovables’ que no
cuestionan el crecimiento económico.
Adrián Almazán. Investigador en materias ecosociales y miembro de Ekologistak Martxan Araba. Jorge Riechmann. Profesor de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de Ecologistas en Acción. Revista Ecologista nº 110.
En un artículo del pasado mes de julio pasado, uno de nosotros adelantaba ya la importancia crucial del momento que estamos atravesando como sociedades y, especialmente, como movimiento ecologista1. Tras haber desoído las valiosas advertencias emitidas en el corto periodo de ilustración ecosocial que se desplegó durante la década de 1970,2 y habiéndose, por tanto, profundizado todas las dinámicas destructivas asociadas al despliegue mundializado de la sociedad industrial capitalista, nuestras sociedades parecen, por fin, darse cuenta de que seguir adelante como si nada (el escenario A del que se hablaba en el aquel artículo) resulta simplemente imposible. Los cuellos de botella energéticos y de materiales, y las crisis económicas y sociales a las que van dando lugar (a todas las luces más determinantes en la actual acción institucional que los severos riesgos arrojados por la aceleración del cambio climático y la pérdida de biodiversidad) han impulsado la puesta en marcha de una sedicente transición «verde y digital» que promete sacarnos de nuestro actual atolladero civilizatorio.
El problema es que el plan B en que se van adentrando ahora las sociedades industriales, que en Europa corresponde a las actuaciones englobadas en el Nuevo Pacto Verde, tampoco sirve. Por una parte, se basa en premisas falsas. De manera muy destacada alimenta “ilusiones renovables”: creer que es posible una transición energética al “100% renovable” sin merma del crecimiento económico, la prosperidad capitalista ni el bienestar ciudadano en una bien ordenada e inclusiva Sociedad de la Mercancía. Tampoco es cierto que podamos revertir la incipiente trayectoria de colapso ecosocial3 con meras reformas superficiales y, sobre todo, con nuevas tecnologías capaces de aumentar la eficiencia (en la perspectiva de desacoplar el crecimiento económico, el consumo energético y la huella ecológica). Éstas se fetichizan y convierten en símbolo de lo ecológico y moderno: el coche eléctrico, las renovables industriales o el hidrógeno “verde”.
Tenemos que asumir, por ejemplo, que el automóvil privado o el turismo de masas fueron lujos pasajeros incompatibles con la nueva realidad
Aumentar las “zonas de sacrificio”
Por otro lado, lo que este plan B supone es más bien un masivo movimiento propagandístico cuyo verdadero objetivo es mantener a flote en el cortísimo plazo la capacidad de generar beneficios de los oligopolios y, a un plazo algo más largo, sostener los modos de vida imperiales de los países europeos, especialmente los centrales. Todo ello, a costa de seguir aumentando las “zonas de sacrificio”, que llegan ya al Norte global en la forma de considerables superficies dedicadas a la instalación masiva de captadores industriales de energía renovable, una nueva explosión de la minería y, a consecuencia de todo lo anterior, una erosión todavía mayor de nuestra maltrecha biodiversidad. En el marco de estos planes “verdes y digitales” numerosas partes del territorio de la Península están sujetas a un nivel tal de ocupación y degradación que parece inevitable no pensar en términos de un colonialismo energético del centro del continente con respecto a sus zonas más meridionales.
Ilustración: Andrés Espinosa.
Aunque nos hablen de responsabilidad social o justicia climática, la estrategia que está desarrollando la Unión Europea, como otras potencias mundiales, resulta inseparable del extractivismo colonial, la gobernanza neoliberal o la desigualdad social. Se aprovecha una posición geopolítica privilegiada que promete no durar mucho más para captar masivamente combustibles fósiles y materiales escasos, desplegando de forma temporal tecnologías que, en un futuro no muy lejano, probablemente ya no estarán a nuestro alcance. Estos modos de vida imperiales,4 si nada cambia, serán en el futuro únicamente patrimonio de una parte muy reducida de la población, habida cuenta de la senda de descenso energético en que ya nos encontramos. Pues ni la fuerza del sol, ni la del viento (ni por descontado los agrocombustibles, ni nada de lo que técnicamente está a nuestro alcance), pueden sustituir a la energía superconcentrada de los combustibles fósiles, acumulada en el seno de la Tierra a lo largo de cientos de millones de años5. Se trata de un regalo geológico irremplazable, y, al mismo tiempo. un regalo envenenado (tragedia climática). Así que esta larga fase de descenso energético promete conducirnos a sociedades muy polarizadas donde la mayoría vea drásticamente reducido su acceso a energía y materiales, quedando éstos concentrados en manos de unos pocos.
Ecosocialismo descalzo
¿No hay salida? Sí, aunque nada fácil de encarar. Se trataría de un decrecimiento rápido con niveles inéditos de igualación social: lo que desde hace años venimos llamando un ecosocialismo descalzo6. Ser capaces de asumir, por ejemplo, que el automóvil privado o el turismo de masas fueron lujos pasajeros (para apenas una parte de la humanidad) que resultan incompatibles con horizontes de igualdad, justicia y autonomía para toda la humanidad. Por ahí iría el plan C que realmente necesitaríamos: un plan que se haga cargo de la realidad (energética, ecológica, social) para articularse en torno a la agroecología, la relocalización de la economía, la reinserción de los sistemas humanos en los sistemas naturales, el uso parsimonioso de los recursos, el artesanado, el reparto del trabajo de cuidados o las técnicas sencillas. Modos de vida menos exuberantes metabólicamente hablando, para los que necesitamos sobre todo transformaciones políticas, económicas e imaginarias (y no tanto tecnológicas).
Aunque hablen de responsabilidad social o justicia climática, la estrategia de la UE, como otras potencias mundiales, resulta inseparable del extractivismo colonial, la gobernanza neoliberal o la desigualdad social
Insistimos: no puede haber una “buena” transición ecológica que no sea fuertemente decrecentista e igualitaria. A partir de numerosas investigaciones recientes sobre clima, disponibilidad de recursos energéticos y límites minerales, se puede establecer un umbral de consumo de energía final per cápita mínimo y máximo que garantice una vida digna al conjunto de la población mundial, cumpla con los presupuestos de carbono para los 1’5ºC y reduzca el riesgo de límites minerales al desarrollo de las energías renovables. Este umbral se encontraría entre los 15 GJ y 31 GJ para el año 2050 (compárese con un consumo promedio por persona de energía final de 117 GJ en 2017, en los países del Norte global). Bajo una perspectiva de justicia ecológica, esto impone una fuerte redistribución a nivel global, de forma que a España le correspondería asumir un descenso energético del orden del 60-80 % entre 2020 y 2050 7.
Necesitamos movimientos sociales capaces de cerrar el abismo que existe hoy entre lo ecológicamente necesario y lo políticamente factible
El despliegue del plan B “verde y digital” de las instituciones europeas y el Gobierno español está situando a los movimientos ecologistas en un dilema muy complejo. Una parte de ellos se está dejando llevar por la ola de las promesas (engañosas) de un «capitalismo verde» y próspero, «100 % renovable». Es más, al priorizar el rápido despliegue de infraestructura renovable están cerrando los ojos ante al marco general desigual, colonial e injusto en que este proceso se desarrolla. Muchos ecologistas, que parecen leer el movimiento presente como un triunfo propio (¿haciendo de la necesidad virtud?) en vez de como una estrategia de las élites ¿se están dando cuenta de que esta ola se volverá contra quienes la han promovido en plazos relativamente breves? Pues los sectores populares europeos dirán algo así: «nos asegurasteis bienestar y prosperidad 100% renovable, pero nos estamos empobreciendo mientras que los ricos, ellos sí, se aprovechan de la situación». Eso por no hablar de cómo desde el Sur global se verá en el ecologismo europeo un vector más del extractivismo colonial que trae muerte y terror a sus territorios, y no un aliado potencial. Lo “verde” se verá cada vez más desacreditado, y también pagarán justos por pecadores: la alianza de una parte de los movimientos ecologistas con el capitalismo verde pasará una gravosa factura.
«Ilusiones renovables»
Este dilema alcanza ya en el presente a nuestra propia organización, Ecologistas en Acción: se diría que nos hallamos atrapados entre la Escila de las “ilusiones renovables” y la Caribdis del miedo a que defender con contundencia el plan C nos reduzca a una posición de extrema marginalidad. ¿Cómo puede ser que la gente de territorios de toda la Península que se levantan contra la instalación masiva de infraestructuras renovables, contra el colonialismo energético y contra el oligopolio no estén encontrando en Ecologistas en Acción un referente claro y un espacio de encuentro y lucha? La formación de la Alianza Energía y Territorio (ALIENTE)8 ¿no resulta en gran medida del fracaso de nuestra organización para abrazar con contundencia el rechazo de un plan B que amenaza con llevarse a los movimientos ecologistas por delante (precisamente en la trágica coyuntura histórica en que más haría falta un ecologismo lúcido y pujante, capaz de organizar una transición decrecentista)?9. Nos parece un error que nuestra organización ofrezca a estos movimientos sólo un tibio apoyo (dando a veces la impresión de equidistancia entre las poblaciones afectadas y las instituciones y empresas promotoras).
Necesitamos movimientos sociales capaces de cerrar el abismo que existe hoy entre lo ecológicamente necesario y lo políticamente factible. Y, para ello, el primer paso es que el movimiento ecologista, o al menos nuestra organización, tenga el valor de decir alto y claro que nuestra única posibilidad es la de pilotar una reducción de nuestro consumo material basada en la redistribución, la igualdad radical, la construcción de autonomía y la lucha contra la desigualdad colonial. Hemos de situarnos claramente del lado de quienes que defienden su territorio del actual colonialismo energético, ya que en dichos movimientos (en el Norte y en el Sur globales) quizá podamos encontrar el germen de una transformación social más amplia que nos permita “fracasar mejor” en nuestro Siglo de la Gran Prueba.